miércoles, 9 de junio de 2010

Diario de Viaje. Parte I. El encuentro.


Sólo por esa vez, y como raramente hago, yo estaba mirando fijamente el sol.
De repente algo lo tapó. Y era él.
Sin siquiera presentarse formalmente o saludar me tomó de la mano. Y calculo yo que no hubiera sido tan grave el hecho si no fuera por el detalle ése con el cual decidió comenzar el encuentro.

A mí muchas personas me habían tomado de muchos rincones, pero nunca, jamás, de la mano.
Me dió miedo. Mucho. Uno está (mal) acostumbrado a lo obvio. No a lo tierno.

Como sea.
Me tomó de la mano nomás. Ni preguntó, ni aclaró ni se excusó por nada. Como si hubiera hecho la cosa más natural del cosmos. Era evidente que mi expresión de horror ante tamaño acto había pasado más que desapercibida.

Y huimos.
De todo y de todos. A todo o nada.
De otro modo, no hay huida que valga porque...quién huye lejos para quedarse donde ya estuvo...

Tengo la leve sospecha que en el viaje me miró alguna que otra vez. Pasa que toda percepción de algo nuevo era total y absolutamente opacado una vez más por su mano -tan tibia...- aferrada a la mía.

Creo, y con bastante certeza, que todo en él me resultaba hermoso. Su pelo. Su boca. Su forma de mirarme. Su risa. Su manera de hablar...que me recordaba mucho y de inmediato al Manual de Instrucciones de Cortázar.
Pero no su mano. Su mano me resultaba algo separado del resto del cuerpo. Un objeto diabólico. Especialmente, porque no demostraba interés alguno en soltarme.
Esto, claro está, no tardó en llamar la atención de mis siempre suceptibles pulsaciones. Y, visto y considerando el terrible episodio de su mano en la mía (o era al revés?) mi corazón no sabía si salir expulsado por los ojos, la boca o la nariz. Aunque pensándolo bien, lo más probable es que, ante tanta calidez, terminara sencillamente desmaterializándose y ya.

La cosa es que el viaje terminó, y llegamos así a la entrada de un bosque.

Caminamos, no mucho, y nos recostamos los dos sobre un colchón de hojas muy suaves.
Miramos por entre las ramas de los árboles unos jirones de cielo por un largo tiempo, esperando vanamente que se cayeran de ahí arriba y ahogaran nuestra risa.
De vez en cuando nuestras miradas chocaban tormepente (o acaso los choques son de otra manera?)
Por unos segundos nos mirábamos, pero antes de empezar a incomodarnos ya estábamos otra vez hablando de animales exóticos y planetas distantes en los que ya habíamos vacacionado.

Lo más probable es que nos conociéramos de ahí. De alguna estación terminal interestelar.
De ésas abarrotadas de gente que nunca, pero nunca se toma de las manos.

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