miércoles, 16 de junio de 2010

Diario de viaje. Parte II. Imaginando.


Era el viaje de vuelta y una vez más ahí estaba, como si nada. La mano.

Aún era de día, pero al parecer de uno muy oscuro. O quizá esa jornada estaba transcurriendo -como ocurría cada tanto- en sentido antihorario. Quién sabe. Igualmente, el tiempo era un detalle que me tenía sin cuidado alguno. Él estaba ahí.

La casa estaba ocupada. No en gran cantidad, pero toda presencia ajena a la nuestra parecía incomodarnos silenciosamente.
Atravesamos rápida y distraidamente el salón comedor y por un pequeño pasillo llegamos a la habitación. Era una especie de refugio. Allí dentro no hacía ni frío ni calor, los muebles no abundaban al igual que la luz y, a primer golpe de vista, aún con la persiana baja se distinguía la cama. Había libros, revistas, discos de vinilo, compactos y cassettes por todas partes; en la mesa de luz, adentro del placard, en la interminable y abarrotadísima biblioteca.

Pusimos alguna música tranquila, pero sólo por evitar ese incómodo silencio que pareciera que casi automáticamente obliga a dos personas a hacer o decir algo de lo cual eventualmente van a arrepentirse.

La cuestión es que empezó a hablarme, pero no recuerdo en detalle cuál era el eje del monólogo porque me perdí en su pelo. Podría decir que el sol que entraba con discreción por la ventana resultaba en una sucesión de reflejos muy llamativos, aunque, ante la duda, no firmo en ningún lado que fuera arbitrariamente eso lo que me llamaba la atención.

Creo haberlo mencionado anteriormente, todo en él me resultaba llamativo... O acaso dije hermoso..?

Y así, él hablaba. Y su relato era acompañado en mi mente por un sonido similar al de esa brisa que se puede oír al comienzo de un tema de Pink Floyd.

Y mientras él me relataba algún recuerdo perdido, yo no podía dejar de imaginármelo en su vida de todos los días.

Cómo serían sus amaneceres? Desayunaría en silencio? Acarreaba consigo alguna costumbre antes de comenzar a vestirse para arrancar un nuevo y tedioso día? Cuántas cucharadas de azucar le pondría a lo que fuera que tomara en las mañanas..?

miércoles, 9 de junio de 2010

Diario de Viaje. Parte I. El encuentro.


Sólo por esa vez, y como raramente hago, yo estaba mirando fijamente el sol.
De repente algo lo tapó. Y era él.
Sin siquiera presentarse formalmente o saludar me tomó de la mano. Y calculo yo que no hubiera sido tan grave el hecho si no fuera por el detalle ése con el cual decidió comenzar el encuentro.

A mí muchas personas me habían tomado de muchos rincones, pero nunca, jamás, de la mano.
Me dió miedo. Mucho. Uno está (mal) acostumbrado a lo obvio. No a lo tierno.

Como sea.
Me tomó de la mano nomás. Ni preguntó, ni aclaró ni se excusó por nada. Como si hubiera hecho la cosa más natural del cosmos. Era evidente que mi expresión de horror ante tamaño acto había pasado más que desapercibida.

Y huimos.
De todo y de todos. A todo o nada.
De otro modo, no hay huida que valga porque...quién huye lejos para quedarse donde ya estuvo...

Tengo la leve sospecha que en el viaje me miró alguna que otra vez. Pasa que toda percepción de algo nuevo era total y absolutamente opacado una vez más por su mano -tan tibia...- aferrada a la mía.

Creo, y con bastante certeza, que todo en él me resultaba hermoso. Su pelo. Su boca. Su forma de mirarme. Su risa. Su manera de hablar...que me recordaba mucho y de inmediato al Manual de Instrucciones de Cortázar.
Pero no su mano. Su mano me resultaba algo separado del resto del cuerpo. Un objeto diabólico. Especialmente, porque no demostraba interés alguno en soltarme.
Esto, claro está, no tardó en llamar la atención de mis siempre suceptibles pulsaciones. Y, visto y considerando el terrible episodio de su mano en la mía (o era al revés?) mi corazón no sabía si salir expulsado por los ojos, la boca o la nariz. Aunque pensándolo bien, lo más probable es que, ante tanta calidez, terminara sencillamente desmaterializándose y ya.

La cosa es que el viaje terminó, y llegamos así a la entrada de un bosque.

Caminamos, no mucho, y nos recostamos los dos sobre un colchón de hojas muy suaves.
Miramos por entre las ramas de los árboles unos jirones de cielo por un largo tiempo, esperando vanamente que se cayeran de ahí arriba y ahogaran nuestra risa.
De vez en cuando nuestras miradas chocaban tormepente (o acaso los choques son de otra manera?)
Por unos segundos nos mirábamos, pero antes de empezar a incomodarnos ya estábamos otra vez hablando de animales exóticos y planetas distantes en los que ya habíamos vacacionado.

Lo más probable es que nos conociéramos de ahí. De alguna estación terminal interestelar.
De ésas abarrotadas de gente que nunca, pero nunca se toma de las manos.